Al principio la vida en clausura no estaba mal. Don Augusto Español se sentaba en su butaca de piel barata y se fumaba los cigarros mirando hacia la ventana, bien cerrada, eso sí, pues un mal aire se había llevado a su esposa hacía apenas tres meses y no quería para él un mismo fin. "No, yo me moriré cuando me toque, como todos, pero que no sea por un mal aire", se decía.
Don Augusto Español era escritor, y de los buenos, según sus críticos. Había publicado quince novelas de misterio y una decena de recopilaciones eróticas, y se sentía muy cómodo alternando los dos conceptos y a veces uniéndolos entre sí. Se sentaba junto a su diván, donde su esposa le alentaba a nuevas ideas con las piernas entreabiertas, y él con suma satisfacción daba forma a sus propuestas mientras con un ojo disfrutaba de la imagen sinuosa y con el otro ponía la vista en la máquina de escribir para no equivocarse al teclear.
Pero en cada sesión creativa las cortinas de seda daban paso al aire amenazador, pues las ventanas, como manía de su inspiración, quedaban siempre de par en par fuese el tiempo que fuese, y en una de aquellas sesiones, cuando apenas sí se habían cumplido los diez años de feliz matrimonio, Coloma Puentes de Español se quedó traspuesta y cogió fuertes fiebres; dos semanas después moría en su lecho conyugal.
Así pues, tras la muerte de su esposa el hombre cerró sus puertas y ventanas, y bajó persianas y corrió cortinas para que la luz natural no hiciese más presencia en aquella casa. También decidió poner punto y final a su vida en sociedad, manteniendo tan solo relación con sus editores a través de un muchacho, Pedro Carpintero, que trabajaba en un supermercado cercano a su casa y le recogía los trabajos una vez al mes, al mismo tiempo que entregaba al escritor la compra mensual. Picaba seis veces a modo de contraseña, y entonces el solitario escritor entreabría la puerta, recogía su compra sin apenas asomar la nariz y le hacía entrega de los trabajos comprometidos.
- ¿Cuánto es, Pedro? - preguntaba don Augusto Español con un hilo de voz desde su lado de la puerta.
- Diez mil pesetas, Don Augusto - contestaba el muchacho, y su última frase siempre quedaba en el aire tras el terrible portazo - ¿Por qué no me deja entrar? Le irá bien hablar con alguien.
"¡PROMMM!"
Por debajo de la puerta veía un sobre, y resignado lo cogía con la única ilusión de las cuatro mil pesetas que junto a la cuenta de la compra quedaban siempre como propina. Por el camino, el muchacho ponía en orden los huesos de su tabique nasal: normalmente no lograba esquivar a tiempo la puerta.
- Don Augusto, esto no es vida - exclamaba mientras frotaba su nariz y bajaba las escaleras de dos en dos, pero se contentaba con volver al mes siguiente y poder así rellenar su apretada hucha con ese dinero de más.
Y así pasaron muchos meses, y la recluida vida de Don Augusto siguió por los mismos derroteros de siempre: sus libros, sus eternos ratos sentado en su butaca, y su extremada soledad. Ya no recibía llamadas, pues desconectó el teléfono, y se acostumbró a la oscuridad aun siendo de día, pues todas las cortinas de su casa quedaron cerradas para no abrirlas nunca más. Pero a todos alguna vez nos llega una sorpresa inesperada, y aunque quizás desapercibida, por supuesto a Don Augusto no tardó en llegarle.